jueves, 18 de septiembre de 2008

Hubo una vez

Había, aún, un clima festivo. Como cada año los festejos por el aniversario de Exaltación de la Cruz se unían con el advenimiento de la primavera y en estos días se respiraba un aire cargo de fructífera existencia. Se nota, tanto, en los brotes de las plantas como en la actitud de la gente. En los jardines y en la vidrieras de los comercios. El Café de los Jueves se había “aggiornado” con plantas y flores y murales de los pórtico originalmente antiguos de Capilla del Señor y Freddy que oficiaba de Disck Jokey, lleno al ambiente de una melodía vivificante. En nuestra mesa, al llegar, Omar, Daniel, Félix, José y Bernardo intercambiaban bromas y recuerdos de “…pasados esplendores…”. Qué hay de nuevo, preguntó José cuando me senté a la mesa. Los veo rejuvenecidos. Dije. Si, dijo Félix. Estamos recordando épocas pretéritas. Entremos en el túnel del tiempo, huyendo tan rápido como pudimos, de aciagos presentes. Agregó. Están disparando de mi, dijo Bernardo, porque se me ocurrió enumerar los temas de actualidad, tales como, la quiebra de grandes bancos, las caídas de las bolsas, la amenaza de recesión, la desaceleración de la economía, la sequía, la ruta de la efedrina y los cárteles de la droga, los diarios cortes de calles por manifestaciones, el paro docente y alguna que otra calamidad cotidiana que seguramente olvide. Suspende el cortado, le grite a Freddy, me paré y amague “rayar”. Luego de la pantomima me senté nuevamente. Bueno, che, de que quieren hablar, replico Bernardo, de los budines de la abuela. Justamente, dijo Daniel, lo budines de tu abuela, seguramente, tenían mejor aspecto y sabor que la realidad. Desde ya, dijo Bernardo, pero mi abuelita murió hace mucho tiempo y las mujeres de compran todo hecho. Habla bajito, dijo Omar, que si te escuchan las minas te mandan a la cocina. En medio de la puja pregunté cuales eran lo recuerdos que valdrían la pena traer al presente para alegrar nuestra existencia. Más difícil que retroceder en chancletas, dijo Omar. Arriesga uno, dije, pero con exclusión de todo recuerdo que suponga mujeres, agregue. El día que cumplí dieciocho y con el DNI en mano fui al cine a ver una prohibida. Dijo Omar. José tomo la posta y dijo: Si excluimos a las minas que queda, poco y nada. Si metemos a las mujeres todos vamos a recordar primeros besos, primeros “aprouchs” o los juegos del doctor con alguna primita, lo que nos va a llevar a un callejos sin salida, interrumpí. Bien, acepto José. La primera milonga que fui y en la que tocaba la orquesta de Osvaldo Pugliese con el flaco Morán como cantor. Daniel, dijo: la primera y única ve que vi box, en el Luna Park. Fuimos un grupo de amigos, llevados por el padre de uno de ellos a ver un clásico de aquella época; Ramón La Cruz y La Pantera Saldaño. El tipo manejaba un Torino y conducía tan mal que salimos para llegar a las preliminares y llegamos cuando la campana del primer round había sonado. Mientras subíamos la escalinata un griterío ensordecedor acompañado de silbidos y abucheos nos saco del desconcierto por el costo de la entrada y la loca carrera por las gradas y cuando pudimos mirar el ring el arbitro descalificaba a Saldaño por golpe bajo. De modo tal que apenas un instante después, estábamos subidos al Torino, rumbo a casa, rezando en medio de las “puteadas” por que el tipo no chocara. Las carcajadas y vivas, acompañados de golpes sobre la mesa rompió la apacible tranquilidad del café. Félix me apuntó pero lo madrugue diciéndole que yo me reservaba el último lugar porque había abierto el juego. Félix pensó un momento y dijo: Ocurrió durante la “colimba”. Tenía una enemistad “mortal” con un compañero de avatares, quien se comportaba con tal arrogancia que se había ganado la antipatía de muchos de nosotros. Una tarde en la cantina del cuartel me desafió un partido al metegol por el sandwichs y la gaseosa. Para un “colimba” perder la apuesta era poco menos que no comer y bancarse las cargadas. Dispuesto a vengar su altiva arrogancia, acepte. Los gritos, ante cada gol, se hacían más estrepitosos y yo sabía que mi hinchada era numerosa. Llegamos empatados a la última pelota. Alzó la vista antes de jugar esa pelota me miró con altivez y vió en mi rostro su propia angustia. El tipo mostró su habilidad y me mandó al mostrador a pagar la apuesta.

Llego atrás mío, pasó su brazo sobre mi hombro y compartió el gasto y el sandwich y la gaseosa al tiempo que dijo: No vale la pena. Fuimos amigos el resto del año.

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