viernes, 17 de octubre de 2008

La tarde...

"La tarde, con ligera pincelada, que iluminó la paz de nuestro asilo. Apuntó en su matiz crisoberilo, una sutil decoración morada. Surgió enorme la luna en la enramada. Las hojas agravaban su sigilo. Y una araña en la punta de su hilo, tejía sobre el astro, hipnotizada". Félix, gloso esos versos, con ceremoniosa musicalidad. Dijo entonces lacónicamente: Lugones. Así no vale, recriminó Daniel y agrego con una melosa impostación vocal: Puede UD concluir ese poema, estimado Félix. Félix fingió regresar del algún insondable letargo y como si no hubiera escuchado el pedido de Daniel, afirmo como para sí: El extraordinario Leopoldo Lugones. Bernardo, Omar, José, yo y Daniel esperamos impacientes el desenlace.
Félix emitió una risita maliciosa y dijo: Esto se llama; como mantener a cuatro "tarados" detenidos en el tiempo. Freddy que había estado sirviendo la mesa del "Café de los Jueves" con nuestros habituales pedidos y escucho y vio la escena y antes que algunos de nosotros acertara tirarle con el cenicero u otro "elemento romo", dijo con afirmativa admiración: Que buen ejercicio teatral. Y agregó: Voy a memorizarlo y practicarlo para mi próximo curso. Si, dijo José, con expresión iracunda; anda a practicarlo "…al curso que te imparten…" y llevátelo a éste también, señalando a Félix, que reía con ganas. Che, dijo Félix, no se la agarren con el pibe, que estaba avisado y fue cómplice a pedido. Sepan UDS, agregó, que algunos jóvenes están más predispuestos para las sanas bromas que los dinosaurios, algo parecidos a quienes me rodean en esta mesa. Omar, resignado, dijo: Habrá que llegar primero para no comerse un garrón. O conseguirse un "…partícipe necesario…" y elaborar bromas siniestras para amigos, quienes por condición de tal, caigan en trampas insospechadas, dijo Bernardo. Bien, dije, seguramente éste mal entendido, debe tener un origen arteramente planificado. No, gritó Félix, se trata de un "…bien entendido", claro que planificado, sino qué resultado, fuera este cual fuere, podría obtenerse. Ahora comprendo, dije incorporándome de mi silla y mostrando, tan falsamente como Félix, mi lado oscuro, dramático y teatral, que por otra parte, todos tenemos. Y lo increpé: Vos obtuviste un instante risueño y placentero mientras nosotros logramos desazón y desconciertos varios. Vale decir que para tu beneplácito fuimos victimas de sórdidos designios enmascarados en absurdos juegos teatrales. Por un momento me sentí desaforado, con mis ojos desmesuradamente abiertos y mi rostro enrojecido de cólera. Y continué: Pero para jugarnos una broma te valiste de cualquier artificio. Utilizaste a un poeta ilustre cuya vida fue signada por la trágica decisión de su propia mano. Usaste a un joven, que nos tiene sumo respeto y sin medir consecuencias lo expusiste a la reprobación de un señor mayor, casi tirando anciano. Mientras decía esto, miraba la expresión de todos mis viejos amigos y su repentina seriedad me advertía que se estaban tragando el sapo. La explosión de risa desbordante, a la que me vi obligado a contener, había rigidizado aún más mi cuerpo y seguramente envilecido más mi expresión.
No comprendo, continué, como un amigo, pueda usar a su arbitrio cuanto se le ocurra y deshacer la confianza de quienes nos reunimos aquí, jueves tras jueves, año tras año y así sin más, echar por la borda la devoción que supone una mesa entre amigos. Y si mi profundo enojo te parece exagerado observa la expresión estúpida que ahora tenés. Pero esa expresión no es nada ante la torpe mirada del profesor Daniel, que aunque nos espolvoree con maicena cada vez que abre la boca no se merece esto. O el propio y querido Bernardo que ganado por el cinismo que anuncia una vejez próxima y cercana y no deja a abrumarnos con sus broncas pueriles tampoco se merece tamaño desaguisado. O el tanguero José, que no pierde oportunidad de enrostrarnos sus supuestos conocimientos de una porteñidad ya extinguida. Y el pobre Omar, que amaza que te amaza todo los días, para qué, para ganarse el mango y tiene las uñas tiznadas de harina. Llegado este momento y viendo que mi fingido enojo había entumecido a mis amigos que no reaccionaban ni siquiera ante la descripción onerosa de sus personalidades liberé la risa de tal manera que todos los parroquianos se dieron vuelta hacía nuestra mesa. Caí sentado a mi silla extenuado por el esfuerzo por fingir una bronca que no sentía y contener las carcajadas que me exaltaban. La venganza es un plato que se come frío, dijo Félix.
 

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